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La Casa de la Bahía

La Casa de la Bahía
Primera edición

Edición en digital.

Alexis Fernández (Santa Bárbara del Zulia, 1951), egresado en Filosofía en la Universidad del Zulia, LUZ (1974), adscrito a la Facultad Experimental de Ciencias, donde ha ejercido labores docentes, actividades de investigación y extensión universitaria. Profesor titular de LUZ (1999). Director de Cultura de LUZ (1992-2000). Magíster en Antropología, en la División de Estudios para Graduados de la Facultad Experimental de Ciencias (1996-2000). Presidente de Apuz-Ciencias (1996-2002). Actualmente con un equipo de trabajo conformado por profesores universitarios y escritores preside la Editorial Kuruvinda. Ha publicado Estrafalario (cuentos, 1975), Días de gracia (narrativa, 1976), Anotaciones para una antología de poesía falconiana (1984), Turbio fontanero (novela, 1992), Linaje del sur (prosa poética, 1996), Costa lejana (prosa poética, 2000), Un día con los añú (etnografía, 2002), Árbol de sombra (prosa poética, 2003), Caligrafías de agua (2005) y Memorias del caudal (2007).


RESEÑAS DE LA NOVELA


De visita en la Casa de la Bahía
Carlos Yusti 
En el canon bibliográfico de Venezuela existen libros que hacen añicos los parámetros editoriales. Libros insólitos y que en ocasiones responden a la pasión más que a un encajonado estilo literario.
Alexis Fernández ha escrito un libro bastante peculiar, por no decir extraño, especie de bello artefacto literario que va más allá del género biográfico, de la novela o de las memorias, pero que a su vez es todo eso y mucho más.
Alexis Fernández, con ese sutil vademécum que es La Casa de la Bahía: memorias de Manuel Trujillo Durán (editado por Editorial Vimar con portada del artista Ender Cepeda), ha explorado las posibilidades de narrar saltándose todo los preceptos al uso. Lo escrito en el prólogo por Francisco Cruz ofrece alguna pista: “La Casa de la Bahía es la biografía ilustrada de Manuel Trujillo Durán (1871-1933), narrada como pretexto para describir e interpretar la ciudad-puerto de Maracaibo desde su interioridad”.
El otro hallazgo de este libro extravagante tiene que ver con las ilustraciones, las cuales en sí mismas conforman un mapa visual de esa interioridad. A este respecto Francisco Cruz acota: “Biografía ilustrada porque el autor se dio a la tarea de rastrear archivos fotográficos, libros y revistas, crónicas y referencias de los Trujillo Durán (inaugurando su Salón Fotográfico a partir de 1896, luego el Salón Fotográfico en 1898 y posteriormente el periódico Gutenberg, en 1911, impreso en sus propios talleres) y memorias de los fotógrafos y artistas de la época en que se reunían semanalmente en la Casa de la Bahía, casa ubicada frente al teatro Baralt…”.
Alexis Fernández parece apegarse a una lógica precisa: si se escribe sobre un fotógrafo es necesario visualizar su hábitat, ese entorno vital congelado en imágenes de todo tipo. El autor recurre a la fotografía, la caricatura, las ilustraciones, el facsímil de documentos, etc., intentando ofrecer el perfil gráfico de una ciudad, especie de instantánea tomada al vuelo, o en todo caso algo así como un collage organizado para ofrecer una estética visual de paisajes y lugares donde conviven, crean, aman y se encuentran esos personajes que habitan la Casa de la Bahía.
El libro bellamente impreso seduce por adentrarse en esos terrenos de lo creativo y en el mismo el autor, sin pretender un libro vanguardista, juega con las tipografías y hace malabares con los discursos buscando las voces vivas que entretejen los ejes narrativos del libro. Emperatriz Arreaza Camero, en una reseña sobre el libro, escribe: “La novela se divide en veintiocho capítulos desgranados en una envolvente prosa poética que no por ello descuida la investigación histórica —plasmada en la última parte del libro, la cual detalla la fuente de citas e ilustraciones. Cada capítulo nos abre el telón hacia alguna etapa en la historia de vida de un hombre que desde su adolescencia comienza su labor como promotor cultural, empresario, fotógrafo, cineasta e inventor, a pesar de las dificultades económicas propias y del aislamiento político de la región durante los gobiernos de Guzmán Blanco, Cipriano Castro o Juan Vicente Gómez…”.
El estilo de Alexis Fernández es fluido y sencillo y va narrando la ciudad de Maracaibo no como una estructura de calles, casas y avenidas, sino como torre de Babel donde los discursos y las hablas se superponen. Fernández se vale de otros impresos, de otros textos, de recortes de prensa, para armar un hilo narrativo que lleve al lector por esa casa amplia de la vida, de una ciudad, de una memoria estética. Orlando Villalobos Finol escribe: “Los hilos extraviados de lo que fuimos, como pueblo y como urbe, antecedente indispensable para saber quiénes somos y dónde estamos, desfilan en este libro. Uno a uno van apareciendo los retazos de ficción, de recuerdos, de fotografías y de realidad que se cruzan en los caminos de ese formidable personaje llamado Manuel Trujillo Durán, genio creador pero sobre todo emprendedor, que tuvo la tenacidad y el coraje de abrirle espacio a la fotografía, a las primeras películas de cine, proyectadas en estas costas, y al periodismo que fundió en el periódico Gutenberg…”.
El ejemplar que tengo del libro tiene un error de compaginación, cuestión que no desmerece el trabajo de tesón y fragua llevado a cabo por Alexis Fernández para escribir un libro inusitado e impreso con esmero. Libro de una exquisita, útil y extraña belleza. Quizás Fernández investigó para el libro desde esa visión auténtica y muy honesta, pero se encontró que para escribir sobre Manuel Trujillo Durán era necesario una nueva fórmula narrativa y sobre la marcha, ya con todo el cúmulo de notas, papeles y fotos, supo que era necesario mezclar ensayo, cuento y biografía con ficción e indagar un mecanismo verdaderamente eficaz para narrar a partir de una vida toda una ciudad, toda una época; especie de maquinaria envolvente y que proyectara todo como una foto a gran escala. Libro en el cual se concibe una estructura mestiza en la que se difuminan las fronteras entre los géneros y otras convenciones a la hora de escribir. Con acertado tino José Calos De Nóbrega escribe: “La Casa de la Bahía se rescata de la memoria en una clave lírica que involucra un tenor intrahistórico e integrador de las artes visuales, el cine, y la literatura (la novela, la crónica y la poesía): la conversación de sobremesa, el ajetreo anarquista de la imprenta y el estudio fotográfico, el recital poético y la lectura de los textos ajenos configuran una entusiasta y amorosa comuna de hablas que fascina al lector…”.
Para descubrir los entresijos complejos del pasado, y de esos claroscuros imprecisos de toda identidad, Alexis Fernández ha realizado un trabajo arduo, en el mejor estilo del investigador privado de novelita policial, más que del académico preparando un trabajo de ascenso. Como es lógico el resultado final es un libro de notable hechizo y con ese condimento de inverosímil fascinación que seduce a cualquiera. El libro La Casa de la Bahía es una experiencia para los sentidos; es un extraño poema, una rara foto a una vida, a una ciudad, una singular pesquisa en el pasado para descubrir esa inigualable metáfora del arte.

LA CASA DE LA BAHÍA
Camilo Balza Donatti 

Esplendor de la poesía y de la voz en los escenarios urbanos de la ciudad de Maracaibo (Fragmento) 
Después de una larga y paciente revisión de la narrativa en el Zulia, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, ha llegado en los últimos días al escenario de la bibliografía regional, una obra que podríamos llamar única por la serie de características que encierra: LA CASA DE LA BAHIA, de Alexis Fernández. Es un texto que podríamos considerar como una novela-reportaje, impregnada de la magia de una ciudad perdida pero viviente en los espejos del sol y de sus aguas; viviente en la cosmovisión de la modernidad y en la acción del hombre actual, quien desea arar en los vestigios que ha dejado un siglo que podríamos llamar luminoso. 
Dijimos que es una obra única, pues, sometida a un inventario estético e instrumental, encontramos en ella el testimonio de la historia junto a la magia ficcional; la veracidad de la ciencia con la utopía del sueño; los pasos que conservan su geometría inicial y que no pueden borrarse por estar impresos en el esplendor de la bahía que es de plomo, de alba y crepuscularios, de agua con estrellas, de pájaros y de arena que arde con la ceniza de un sol anclado siempre en la bahía y que siembra el esplendor de la poesía y de la voz en los escenarios urbanos de la ciudad de Maracaibo. 
Textos como LA CASA DE LA BAHIA son indispensables en el entorno cultural de toda colectividad. El tiempo y el hombre acumulan los elementos sucesivos de la historia que sedimentan, maduran y esperan hasta el momento de ser rescatados por una mente lúcida, por una mano diligente y el fervor de una pasión creadora. 

LA IRREPETIBLE APARICIÓN DE UNA LEJANÍA 

Notas sobre “La casa de la bahía”, novela de Alexis Fernández 

Víctor Bravo 


EL EXACTO PUNTO DE CRUCE

La novela, en sus momentos de grandeza, es género incorporativo, antropofágico; centro de imantación de otros discursos, de otros géneros; en el exacto punto de cruce de la celebración y la parodia. Así el Quijote del divino Cervantes; así el Ulysses del elusivo Joyce; así Paradiso del monumental Lezama. Obras distintas y distantes que, sin embargo, respiran, en profundidad, el aire de familia y se instalan en el ámbito de inteligibilidad de la novela. 
La casa de la bahía (2013), novela de Alexis Fernández (1951), parece situarse en la exactitud de ese punto de cruce. Novela que es crónica (de la formación estética de Manuel Trujillo Durán); que es celebración y parodia de la creación; que es fundación, desde los trazos al óleo de la ficción, de la casa, como lugar y pasaje; de la ciudad con lugar propiciatorio de una cultura, con sus gestos, su visión de mundo y sus hablas; y es, la novela de Fernández, como lo son, por ejemplo, Impressions d´Afrique (1910) o Locus Solus (1914), de Raimond Russell, una poética de los objetos como expresión de lo humano en el hallazgo de la expresión y en la experiencia de singulares experiencias estéticas. 


LOS OBJETOS Y SUS PROCEDIMIENTOS 

Manuel Trujillo Durán y Aniceto Eusebio Serrano Durán, personajes centrales e irradiantes de la novela, héroes y pícaros a la vez, realizan el trazado de la formación estética hacia los objetos y sus procedimientos para la experiencia estética. 
Los objetos y sus procedimientos: la gozosa descripción de objetos, que evaporan su lejanía de época, hacen de la escritura de la novela de Fernández, en el juego acumulativo, una suerte de festín neobarroco que nos trae a la memoria los juegos narrativos de un José Donoso, de un Severo Sarduy; y que confluyen en el cinematógrafo y en la cámara oscura, para la representación del cine y la fotografía. 

PUERTO Y MARINERÍA 

En el arco de representaciones de la novela aparece el puerto y sus caminos de agua, y el nombrar las palabras de la marinería, tan recurrente en la obra toda de Fernández; así los manglares y las planchadas flotantes; así el cabotaje y las escolleras. En la narrativa de Fernández, el lago y los ríos del sur se constituyen, en el juego de la ficción, en habla y ritual del agua, de su transparencia y de los enigmas de sus honduras; de su espaldar por donde se deslizan, en surcos o heridas, botes y piraguas; donde el canalete marca el movimiento del viaje y donde el marullo, en inesperados vértigos, crece inesperadamente en gestos de furia y de danza en la tormenta del lago. 

LA CASA Y LA CIUDAD 

La casa de la bahía como pasaje entre los olores y las metáforas del agua; y la presencia de la ciudad portuaria. La casa como nicho y pasaje de lo imaginario; y la ciudad esplendente con el borbotear de sus hablas que el narrador llama vocinglería; con su teatro Baralt, construyéndose en una escena, con las puertas abiertas en otras, como la misma novela, corazón estético de la ciudad, para las diversas expresiones de la representación: el canto y los saltimbanquis; el circo y, con el prodigio de invento del siglo, el cine y la fotografía. El teatro es, en un instante, la correspondencia simbólica de la novela. 


EL SOL ABRASADOR 

En las calles de la ciudad el sol desapareciendo las cosas, volviéndolas irreales. Así dirá: “El sol abrasador es el único dueño del mediodía lacustre”; y dirá: “Las embarcaciones se evaporan…todo se suspende levemente, todo flota. El sortilegio puede durar poco menos que un instante. Cualquier traspié en el zaguán puede hacerlo desaparecer…Sobre las dos de la tarde, un gran reloj incrustado en la memoria de la ciudad, levanta sus aspas con un estruendoso ruido y pone en marcha la tarde”. Haciendo brotar desde su irrealidad las figuras centrales de la creación, a José Rafael Yépez, el cisne del lago; a Julio Árraga y su imaginario pictórico de la ciudad; a Udón Pérez, que deletrea en su declamación la permanencia de la ciudad y el lago; así lo describe también Edgar Petit en su libro Las artes plásticas en Maracaibo 1860-1920, editado en 2013. Formación y expresión de una etapa originaria de la expresión y la experiencia estética. 


LA REPRESENTACIÓN 

La novela de Fernández tiene su aire de familia con el retablo de Maese Pedro: celebración y parodia de la representación; representación de la belleza y la extravagancia; y todo en el lujo de un decir narrativo que igual nos dice que “el celaje mineral de ese amanecer no nos abandonará jamás”; o nos llama la atención de “la fosforescencia propia de estas costas”, por ejemplo, en frases, en estas y en muchas otras, donde anida una singular belleza. Lujo del decir narrativo que hace concurrir los objetos y procedimientos de la expresión: la imprenta, el periódico Gutenberg, el verso como clave del acontecer cotidiano y, lo decíamos, el prodigio del cinematógrafo y la cámara oscura de la fotografía. 
El cinematógrafo, “fanal capaz de iluminar las fotografías inscritas en un carrusel”, el artefacto que “no solo hará las complacencias sino que transformará la manera de percibir el mundo”. Así como la aparición de la escritura alfabética, para Havelok, y la aparición de la imprenta para Mac Luhan, constituyen la conformación de una nueva visión de mundo, al punto de hablar Mac Luhan de una “era Gutenberg; así, en la novela de Fernández el prodigio del cine y la fotografía (y la imprenta; y el periódico Gutenberg…) consiguen la expresión de una nueva visión de mundo y una nueva época. La casa de la bahía lleva como subtítulo “Novela ilustrada” por el acontecimiento de la proyección cinematográfica; y por la fotografía, que se despliega, en tareas de ilustración, a lo largo de la novela como un lenguaje de correspondencias con el decir del relato. 


LA IRREPETIBLE APARICIÓN DE UNA LEJANÍA 

En uno de sus inolvidables ensayos Walter Benjamín describe la fotografía como “la irrepetible aparición de una lejanía”, y es lo que parece acontecer en esas fotografías que traen consigo la atmósfera de una lejanía que es también el momento de una fundación y de un aparecer de la expresión estética: fotografías de la ciudad, del muelle y su vocinglería, de los objetos que se acumulan en los amplios horizontes de los juegos de lenguaje; fotografías de hombres, poetas, pintores, o mujeres y hombres que no conocemos mirándonos desde su ámbito, desde su mundo, instalados en un instante del ochocientos al filo mismo de la distancia propia de la melancolía, en ámbitos de una época germinal y de asombros. 
El mismo relato se encuentra estremecido por la vocación fotográfica. La acumulación descriptiva hace además que el trabajo del relato haga visibles sus correspondencias con el trabajo de un pincel sobre la tela. La descripción de la ciudad, del viaje, del paso del tren sobre rieles en la selva o de un bote pesquero sobre el fluir del río delinean esa fotografía que es también un mundo entrañablemente nuestro: la presencia misma de lo originario. ¿No es acaso una de las primeras entre las tareas de la ficción hacer de la lejanía de lo originario, la más entrañable de nuestras presencias? 

EL HILO SECRETO 

La novela como poética de la creación; y lo es en doble vertiente: el conocimiento y la experiencia estética. De allí, el conocimiento del cosmos y sus irrebatibles enigmas; de allí, como sucede en uno de sus últimos capítulos de celebración y parodia: “Zeus baja a libar con los bardos de la bahía”, donde se trata del hilo secreto, de esa estrecha y extraña relación entre la cultura de la ciudad y la cultura griega; y así se dirá “Todo el Olimpo nos ha visitado. Sus mensajeros han consignado sus tributos. Han legado sus enseñanzas así como han aprendido de nuestras humildes virtudes. Zeus toma en la Zulianita con Udón Pérez y compone versos al lago”; y aún dirá: “Apolo casi muere en una crecida de la Cañada Morillo, una tarde del 26 de julio de 1889, día del chubasco de Santa Ana, cuando compartía con Idelfonso Vázquez, en un mano a mano interminable en puntuales cuartetas sobre las potencias del numen y las extensiones de la cuenca lacustre”. 

CALVERO DE UNA CIUDAD 

Con los objetos del conocimiento y los objetos para la sensibilidad, el tono de la narración le da una inusitada epicidad al acontecer de la vida; epicidad que de pronto se precipita en la extravagancia y la parodia. Novela de la vida como aprendizaje y de la expresión. Novela del nacimiento de la modernidad. Novela de los objetos para la epicidad y la parodia. Relato para el borbotear de las hablas, para la incandescencia del sol desapareciendo las cosas del mundo; para fundar, con la aparición del artefacto cinematográfico y de la aventura intelectual de Aniceto y de Manuel Trujillo Durán, atmósferas para los olores del muelle y la vocinglería. Calvero de una ciudad singular, Maracaibo, en un trazado épico; en el germen de sus hablas, en el ámbito de irrealidad del sol y el lago, en la intensidad de la experiencia del asombro y de la elaboración de una visión de mundo. Esplendor por el aparecer del artefacto cinematográfico; y declinación por el incendio del proyector y la muerte de los héroes. 
Epicidad del vivir y parodia. La casa de la bahía, novela de Alexis Fernández, funda un mundo de signos originarios esenciales; y nos revela que ese mundo se encuentra entrañablemente en el interior de nosotros. 

Víctor Bravo. Docente e Investigador de la Universidad de los Andes. Poeta y ensayista, con una dilatada obra en el mundo literario contemporáneo. Uno de los principales críticos literarios y ensayistas de América y El Caribe. Creador de la Editorial El Otro & El Mismo, residente en la ciudad de Mérida. 

EN LA CIUDAD HAY UNA BAHIA, EN LA BAHIA EXISTE UNA CASA 

Alejandro Vásquez Escalona 

La culpa es un veneno negro. En los viejos tiempos yo solía sentarme en la biblioteca sintiendo cómo la culpa negra se me reía en las venas. J.M. Coetzee. 
La ciudad es un bostezo del cielo desparramado de nubes y soles ariscos. De pájaros que surfean en picada pretendiendo despellejar los anhelos y temores de los poblantes de esta urbe. Es un amasijo de crónicas, vivencias y andares, algo así como un mándala que se desdobla para acanalarse y permitir el fluir de su gente, para seducirla y posiblemente para domesticarla. La ciudad puede ser un rabiar por su entrajinada geografía, sus carencias de servicios, sus espacios deshabitados en donde se desplazan papeles olvidados, posiblemente cartas no leídas. En desuso, tiroteadas por la web. 
La ciudad es como un viaje en tren. Desde sus ventanas, saludan sus suicidas anónimos y las miserias encajadas en sus inquilinos desde sueños tasajeados en la media tarde. También, en estos territorios urbanos, puede habitar el hedonismo, el rasgar de la alegría en el sudor de sus habitantes, al saberse vivos y amados por tantas casas, por tantos solares y esquinas, por tantos árboles y música urbana. En esa ciudad existe una bahía. 
Una ciudad es como un hilito de cielo o infierno donde seguramente unos alquimistas codifican incendios bajo una lluvia de granizos para ganar un sitio en la carreta de un circo andante. Es un aposento de imágenes, de aliento compartidos que se mueven, que fluyen en una especie de rio de producción simbólica. Como sostendría Julio Cortázar: “Ella no puede ser la misma para gentes que arriban sin tiempo para verla o que sí, que vienen para eso pero con ojos que no saben ver o siguen viendo otra cosa. La ciudad no es una agencia de turismo, no puede organizar una visión única, será pasiva frente a lo pasivo, se dejara andar por hormigas atareadas o por pavorreales que solo ven sus plumas en el reflejo de las vitrinas”. En esa bahía hay una casa. Y un escritor que la narra. 
En la ciudad aludida, resuella la Casa de la Bahía, marcada con el 6 como código que desentraña el amasijo de casas, calles y frontales de la geografía Marabina. Lamida por el salitre calenturiento y vaporoso del lago de Maracaibo. Sonsacada constantemente por el bramido de los barcos para convertirse en nave acuática también. Con un ojo imaginario que sabe ver, que no tiene prisa por bocetar su son vital, por jurungar como aliento sus vísceras más hundidas, para navegar en su sangre como peces de colores. Con un ojo que ve persistentemente el majestuoso teatro Baralt. Su vecino del frente. Es Casa única, pero no le seduce una visión solitaria de este espacio urbano. Es novela memoriosa pulseada y escrita por Alexis Fernández. Para entusiasmo de su alma y de su manada. Aleluya. 
Esa Casa es cobijo de Manuel Trujillo Duran el iniciador de la magia persistente de la retina en tierras zulianas, en conspirador que trae por primera vez al cine a nuestro teatro Baralt, para que posiblemente uno que otro asistente a la proyección Muchachas bañándose en el lago acalorizados por unos rones, pretenda abrazar la pantalla para sentir lo suavecito de las pieles de las jóvenes que se mueven en el escenario de luz. No sabía que algo similar había sucedido pocos meses antes a los parisinos en la primera proyección de La llegada del tren a la estación de los hermanos Lumiere: el temor de ser atropellados por el caballo de hierro que se precipitaba desde el diorama sobre el público casi se desboca en estampida. Que susto. 
Los zaguanes de la Casa de la bahía, en la narrativa de Alexis, se anegan impunemente con un gentío que fluye bajo sus tejados como espíritu de la urbe: unas veces anónimo, borroso, otras puntillosos, creativos cautivadores como los fotógrafos Guillermo Trujillo Duran, Aniceto Serrano Duran, Regulo March, los artistas plásticos Julio Arraga, Manuel Puchi Fonseca, el empresario Manuel Méndez y el maestro Martínez, quizás un Simón Rodríguez para Manuel Trujillo Duran: Sería alguien que calentaría su imaginación, le enseñaría como armar el mundo desde un globo terráqueo construido con taparas. Viajar ficticiamente sobre esta esfera lo mostraría como algo sencillo, el narrador así nos lo sugiere: “En algún resquicio de esta esfera oscilante va la casa de la bahía con sus secretos replegados, dando tumbos entre las breñas…-con ingenio y voluntad, puedes inventar los mundos que quieras. No sólo este Manuel, recuerda, los mundos que quieras”. Trujillo Durán es un adolescente liceísta. Su maestro por videncia cándida puede que ya le hablara de la ventana constructora de mundos ficticios: el cine. 
Es la Maracaibo que despide con un bostezo al siglo XIX y se sumerge en el XX como alumbrante temporalidad como sugiere el autor metálicamente: “Guillermo Trujillo Durán levantaba el vuelo y el velo del mundo de la mano de un físico y un legislador; para mayores males decimonónicos. Un grueso vademécum de poesía griega y latina, deslizo el abuelo Jeremías en las manos de Guillermo cuando advirtió la levantisca intención de sus nietos primerizos. Una vieja cámara fotográfica que dispara como un revólver colgó de mi hombro, diciendo a sus anchas --- ¡vamos a terminar de fusilar el siglo!, guiñando con un ojo a Aniceto mientras hace ademanes de fusilamiento”. Se inicia el siglo con la visión acentuada de la modernidad de los grandes relatos como la justicia universal que nos depararía el porvenir prometido. Los fotógrafos trashumantes, con sus cámaras como fusiles para alcanzar este desiderátum, son emulados por los personajes de la novela. Manuel Trujillo Durán es uno de estos viajantes imaginarios al futuro prometido. 
La Casa de la Bahía la muestra el escritor como la mirada de la ciudad desde una claraboya de alumbramientos novedosos y la ciudad es el vientre donde ladra la memoria de la Casa, donde se arremolina la pasión de sus ocupantes por alcanzar el futuro con un pañuelo, por zambullirse en los grandes relatos, de los muchos inventos del nuevo milenio, entre esos el cine. Esto pareciera intuirse en la entrevista de Lolimar Sánchez a Alexis Fernández publicada en Panorama el domingo 27 de enero, Un Alquimista en Maracaibo: “Manolo abre las puertas de su casa y deja ver el zaguán en blanco y negro. La sala no es una sala convencional. La ha convertido en taller de fotografía, de fotograbado y más allá instaló una imprenta a vapor, por cierto la única de su estilo en la ciudad. En las paredes lucen sus trabajos, todos timbrados con el nombre de su empresa: Salón Fotográfico Hermanos Trujillo Durán y También “M. Trujillo D.”…En el patio de ese caserón ya derrumbado se reúne con los de su generación. Decreta parrandas, comilonas, bebezones y griterías, hasta el amanecer. Disfruta de la alquimia del revelado, de los retoques a mano con el pincel de Julio Arraga”. Y desde este este espacio para el hedonismo, pero también para la reflexión y la inventiva, Manuel Trujillo Durán expande el vaho del cine por diversos lugares del país. Y Alexis nos arma toda una acuciosa crónica de estos vivires. De todo el optimismo de la ciudad. Del aliento vital encontrado en el arte. 
El autor de la Casa de la bahía nos hace participar desde el susurro de Manuel Trujillo Durán de todo el enjambre de ideas, propuesta y posturas de la intelectualidad Marabina de la época. Sabemos de una ciudad convertida en una especie de personaje del mundo, que cobija con tolerancia y naturalidad al visitante. Un hilito de realismo mágico se evapora en el relato: “En el trafago de la bahía llegaban los más extravagante y curiosos personajes como los impredecibles gitanos que alguna vez aparecían con osos acróbatas, panderetas y micos con acordeones y pericos con bastón, anunciantes de la buena suerte, aparentes ex presidiarios de remotas cárceles de alguna isla caribeña con sus crecidas barbas y tatuajes y cicatrices y sus ojos vidriosos, prestidigitadores de la más variada como exótica ralea, pronosticando el acabose del siglo ante el inminente fin de mundo, así como curtidos cultores del arte. Uno de ellos fue el maestro colombiano Luis García Beltrán, con quien aprendimos a diluir el pigmento molido con aceite de linaza”. Así sería. 
Olemos una ciudad, que desde su enclave geográfico, desgajado del resto del país, pero apegada a los grandes centros urbanos como Europa, estira su cuerpo para sentir la presencia del universo, a través de su puerto, de su lago, sus barcos y sobre todo, de la pasión por el viaje, por conocer y desentrañar lo novedoso de otros territorios lejanos, donde reverberan los nuevos inventos: una transacción cotidiana, intercambia el aromático Café Venezuela por la luz eléctrica. En uno de esas andanzas, el empresario Luis Manuel Méndez, trae desde Nueva York, todo el aparataje que hace posible el cine como acontecimiento reciente y asombroso, por encargo de Manuel Trujillo Durán, según Alexis Fernández. Su palabra deshilache tinieblas. 
En la Casa de la Bahía, la línea narrativa se desmigaja en diversidad. Las acciones y los andares muchas veces son sugeridos. Las palabras de Manuel Trujillo Durán son puente para que el autor nos inventaríe la ciudad pero en este proceso cronicario no todo está contado. A veces aparecen largos silencios metafóricos entretejidos con el relato: ”La orilla lacustre arde en la pretensión de prolongarla. Más tarde aparecen cámaras y caballetes al hombro, cuadernos de notas y atriles de pintura, a inventariar la ciudad que intenta ocultarse sin lograrlo, tras el último fulgor de la tarde. Un resplandor cobrizo sobre las torres de la ciudad, una esquina desdoblándose entre la claridad y las sombras, un muelle acosado por el oleaje y un paso presuroso de pescador en la arena hacen gala de la memoria que intenta recuperarlas. Más allá, las embarcaciones atadas a invisibles sogas restallando en el oleaje bajo el destello fulgurante, las casas de campo de los comerciantes alemanes, el visaje eclipsado de los hatos, el golpeteo en el muelle de alguna resegada lavandera y el voceo extraviado de pescadores, arrasados en la brisa, terminan de hundir la tarde ante nuestros ojos desorbitados que siguen su ascenso alucinante”. Cuáles serán las imágenes recuperadas de los fotógrafos y de los pintores. Cómo terminará la faena de pesca. Qué sucederá en los aposentos de los hatos o de las casas de los comerciantes alemanes. 
Alexis nos entrampa y deja que sea nuestra memoria colectiva que imagine los desenlaces, los acontecimientos, las nuevas acciones o personajes y posiblemente si no apelamos a la imaginación no entendamos que su pretensión es citar las apariencias para que la discontinuidad se vitalice como ambigüedad para empujar nuestras propias búsquedas. Parece disfrutar del convencimiento de que la imprecisión es el semen de la ilusión y que nada termina nunca en ese remolino de la dinámica del universo. Con todo, esta discontinuidad en el relato sugerida por estos silencios, preserva aún en esos intersticios un conjunto instantáneo de apariencias de la ciudad y los personajes que la actúan que nos permite interpretarlas desde una especie de saudade. En lugar de buscar lo no narrado, como linealidad, nos provoca ideas. 
La casa de la bahía nos convierte en pasajeros de un viaje malvacuoso a las entrañas de Maracaibo con olor a ciudad ida, escrita desde una urbe nueva y anónima que pareciera querer acorralarnos para seducirnos con otra piel. Para el disfrute profundo de esta obra, posiblemente tengamos que desdoblarnos en memoria que ensordezca y amelle ese mundo donde todo lo que existe sólo como idea, sueño, fantasía, utopía pretenda ser erradicado. 
Con cuántos amaneceres relumbrosos. Con cuántos ladridos de perros insomnes. Con cuántos silencios de grillos, se atragantó el autor durante la hilvanación y alumbramiento de esta obra narrativa. Cuántos deseos almacenará ahora en su morral de espera porque la ciudad alargue la mirada y se beba toda esta armazón novelada sobre nosotros mismos. Cuales baúles nuevos sobre la ciudad, abrirá luego, para retratarnos desde la literatura como lo hizo Manuel Trujillo Durán desde el cine y la fotografía. 


Alejandro Vásquez Escalona. Profesor Universitario, uno de los fotógrafos más destacados del país, estudioso investigador en el área cinematográfica de la Universidad del Zulia. 


LA CRÓNICA DE LA BAHÍA
Orlando Villalobos Finol*


La inventiva de Alexis Fernández nos permite asomarnos, con ojos de admiración y curiosidad, al mundo de aquella ciudad marabina de finales del siglo XIX y principios del XX. 
Los hilos extraviados de lo que fuimos, como pueblo y como urbe, antecedente indispensable para saber quiénes somos y dónde estamos, desfilan en este libro “La casa de la bahía. Memorias de Manuel Trujillo Durán”. Uno a uno van apareciendo en la medida en que los retazos de ficción, de recuerdos, de fotografías y de realidad se cruzan en los caminos de ese formidable personaje llamado Manuel Trujillo Durán, genio creador pero sobretodo emprendedor, que tuvo la tenacidad y el coraje de abrirle espacio a la fotografía, a las primeras películas de cine, proyectadas en estas costas, y al periodismo que fundió en el periódico Gutenberg; tuvo el empeño y la poesía, porque ya sabemos que no todo se logra con el solo interés de querer alcanzar algo. El genio necesita de una buena dosis de intuición y de pasión. 
Nos cuenta el libro que Trujillo Durán era un estudioso y desde luego un curioso. Revisaba y reproducía los experimentos de Joseph Niepce, reponía los trabajos de Daguerre, recorría las enciclopedias de ciencias, de astronomía, de gramática y de filosofía. 
Cuando recibió el vitascopio que le trajo Luis Manuel Méndez de Nueva York dijo: “Todos los artefactos que han caído en mis manos, los he potenciado, en algún sentido, los he mejorado, quizás los haya idealizado” (p. 91) 
Este no sería la excepción. Hay que pensar la enorme expectativa que debió constituir la llegada a estas tierras de la revolución de la imagen, con sus vistas animadas. Era el principio del cine. Cuando por primera se anuncia la muestra del espectáculo en el Teatro Baralt, grita Aniceto Eusebio Serrano Durán a los cuatro vientos: “Llega ¡Señoras y señores! El único, el novedoso ¡vitascopio! ¡El vitascopio edisoniano! ¡Operado por el mismísimo Manuel Trujillo Durán! (…) ¡Perspectiva, sombra y movimiento! Todo en un mismo artefacto: la vida ante nuestros ojos (…) bosques, paisajes, perspectivas variadas, bailes caprichosos y fantásticos idilios, y en fin, cuanto pueda abarcar la imaginación, con la novedad de que todo aparecerá lleno de vida, de animación y con movimiento natural y continuo” (p. 93). 
Toda una novedad. Los periódicos marabinos de la época El Cronista, El Avisador, La Conciencia Pública, El Tipógrafo, El Fonógrafo y Los Ecos del Zulia reseñaron la presentación en el teatro, que ocurrió el sábado 11 de julio de 1896. Esa noche, refiere Alexis Fernández, “el cielo luce despejado, Maracaibo estrena maravillosa luna nueva, los cirros semejan barcas en el puerto. Los palcos, la galería y la gallera están copados” (p. 95). 
Aquella ciudad que era un gran carrusel, que tenía como eje de desplazamiento el boulevard Baralt, testimonió el nacimiento de Gutenberg, el sábado 26 de noviembre de 1910, en la imprenta de los hermanos Trujillo Durán, Manuel y Guillermo, en la calle Venezuela, Nº 6, frente al Teatro Baralt. Tenía una periodicidad diaria. El lector recibía cuatro páginas. 
Estábamos ante un periódico en gran formato, que se definía como “tienda de combate desde las prensa” (p. 254). Este impreso que dejará su huella de tinta conjugaba información oportuna, buen criterio y novedosas ilustraciones, ya sea en grabados como en fotograbados, retratos, postales y viñetas. Circulaba en la ciudad, en otras ciudades venezolanas y en el extranjero. En su contenido encontramos literatura, ciencias, artes, crónicas de tribunales de comercio, del culto católico, de modas, de teatro y de salones, como se decía entonces. 
La empresa era acompañada por los poetas José Ramón Yépez y Rafael Yépez Serrano. También figuran como redactores Aniceto Serrano y Octavio Hernández. 
Su presencia le daba alas a Maracaibo, permitía que circulara el pensamiento y las ilusiones, la crítica y la propuesta. Estábamos en los inicios de un nuevo siglo y la palabra escrita explicaba las horas de la ciudad. 
Como muestra el libro, Manuel Trujillo Durán no se conformaba con poco. Era oficioso de la carpintería, aunque sólo se reconocía como un aprendiz; fue un apasionado de la fotografía y tuvo su estudio fotográfico, frente al Teatro Baralt. Sus trabajos fotográficos engalanan las páginas de las revistas El Zulia Ilustrado, de Maracaibo, y El Cojo Ilustrado, de Caracas, grandes publicaciones de su época. 
Junto al pintor Julio Arraga creó el salón fotográfico Trujillo y Arraga, donde el arte fotográfico y la creación artística se dieron la mano. 
Si todo lo anterior fuera poco, ya se sabe que las primeras películas realizadas en Venezuela, “Célebre especialista sacando muelas en el Gran Hotel Europa”, y “Muchachos bañándose en la laguna de Maracaibo”, estrenadas el 28 de enero de 1897 en el Teatro Baralt de Maracaibo, son de Trujillo Durán. 

Fue empresario trashumante de espectáculos en Maracaibo y en otras partes. Estuvo en La Guaira, Caracas, Puerto Cabello y Valencia, Barquisimeto, San Cristóbal y Mérida, y llegó hasta Cúcuta y Bucaramanga, con sus imágenes a cuestas. Fue mucho más. Periodista, pintor y aprendiz de todo lo humano. 
“La casa de la bahía” nos permite una aproximación al tráfago de la ciudad-puerto, que le tocó vivir a Manuel Trujillo Durán. Y viceversa, a través del personaje conocer de dónde venimos. 
A lo largo de la obra reconocemos el protagonismo de la ciudad, y lo más importante, apreciamos a Maracaibo como escenario propicio para la puesta en escena de los inconformes y los utópicos. 
Dicen que no por casualidad los primeros españoles que llegaron dijeron: “Este es el sitio, aquí se queda Maracaibo”, siguiendo la senda ya trazada por la población indígena que estaba en el lugar, justo entre el lago y la montaña, entre el Caribe y Los Andes. El lago era la vía natural que urgían para ir y venir y adentrarse en tierra firme, hacia el norte y hacia el sur. 
Esta condición convirtió a la ciudad en un punto estratégico, para el tránsito del transporte desde los tiempos de la colonia; un punto de fácil acceso a las Antillas, el Caribe y a este pedazo del mundo. A finales del siglo XIX el cálculo había rendido sus frutos. El puerto de Maracaibo se había ganado un lugar en el mundo. Desde sus muelles salía la producción que bajaba de las sabanas de Carora y toda la producción agrícola y ganadera de las tierras ribereñas. Por aquí pasaban los productos que venían de Pamplona y de los campos y ciudades más cercanos a la cuenca del lago. 
La ciudad que vive y experimenta Manuel Trujillo Durán, de finales del XIX y principios del XX, dependía del puerto para moverse. El intercambio comercial portuario constituía su base económica, condicionado por la facilidad del transporte más accesible: el lacustre. La vida gravitaba alrededor del puerto, de la producción agrícola que allí descargaban las piraguas y del mercado que creció a sus alrededores. Esto permitió que el suelo marabino y zuliano se distinguiera del resto de las otras Venezuelas de la época. Aquí había una sostenida actividad de exportación y de importación; los productos iban y venían, y con ellos los libros, las ideas, la prensa que llegaba de Europa y las tecnologías más recientes, como el daguerrotipo y el vitascopio. 
“La casa de la bahía” de Alexis Fernández es una obra necesaria para entender ese contexto; es valiosa porque nos permite saber de Maracaibo y de uno de sus grandes personajes, a quien no se le ha hecho suficiente justica; es vital porque nos muestra el relato de la ciudad que no desmaya y no se rinde ante el atrevimiento del obstáculo; es recomendable su lectura y estudio, para que las nuevas generaciones, de jóvenes y de no tan jóvenes, revaloricen y sepan de nuestras andanzas pasadas y nuestros anhelos presentes. 

*Periodista, conductor del programa La pasión por el discurso, en Radio Nacional de Venezuela

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